
Esta semana, en la planta de Tochigi, Japón, salió la última unidad del Nissan GT-R R35 destinada al mercado doméstico, cerrando así un ciclo que inició en 2007 y que dejó una huella imborrable en la industria automotriz. En total, se produjeron cerca de 48.000 unidades, todas con un corazón ensamblado a mano por los legendarios Takumi, un equipo de nueve maestros que pusieron su firma en cada motor.
La última unidad de la saga es un GT-R T-Spec Premium en color Midnight Purple, destinado a un cliente japonés. Más que un auto deportivo, se trata de un pedazo de historia, el punto final a una era en la que Nissan demostró que podía desafiar a gigantes europeos en su propio terreno.
Desde su lanzamiento, el R35 redefinió el concepto de “Godzilla”: un Gran Turismo con la comodidad de un cupé de lujo, pero con un rendimiento capaz de humillar a superdeportivos mucho más caros. Su motor VR38DETT, un V6 biturbo de 3,8 litros, evolucionó de 480 a 600 hp en la versión Nismo, convirtiéndose en un ícono de la ingeniería japonesa.
Más allá de la potencia, el GT-R se ganó su estatus con hechos, como sus victorias en campeonatos como Super GT, Blancpain GT Series y Bathurst 12 horas, récords en Nürburgring y Tsukuba, e incluso un Guinness World Record por lograr el drift más rápido del planeta, alcanzando los 304 km/h de lado.
Pero lo más admirable del R35 fue su capacidad de reinventarse año tras año, sin recurrir a una nueva generación a mitad de camino. Nissan afinó aerodinámica, chasís y electrónica hasta el último momento, siempre elevando la vara.
El propio Iván Espinosa, CEO de Nissan, declaró: “Esto no es un adiós definitivo. El GT-R volverá”. La veredad, es que el nombre pesa demasiado como para dejarlo en el archivo.
El R35 se despide como un mito vivo, un deportivo que llevó la precisión japonesa al extremo y que será recordado por generaciones. Ahora, queda esperar cómo Nissan reinventa a su monstruo para el futuro, en una era donde la electrificación será inevitable.
